For Quique

We returned under the usual sun, the one that stuck the tiniest of needles all over my body from sunup until the final seconds before it disappeared behind Grandma’s house. We walked back in silence, bringing up the rear, Mama holding my hand, and I could feel how her tears ran down her cheeks to her neck and then down her arms before reaching our hands. When her river of tears drenched my skin, Mama squeezed my hand ever harder, almost to the point of hurting, of cracking, and I felt how all her breaths wanted to escape at the same time and out of her into Grandpa, who minutes earlier we had left in the vault, nestled in a white pine box, with his dark woolen suit and the yellow tie that Papa had given him for his birthday and which he never wore. All of us walked in silence and I counted the clouds of white dust that rose as the small procession returned to the village with Grandma in front, dressed in black from her ankles and wrists all the way up above her neck. My body itched more than usual ‘cause Mama had me wear a black wool coat that had been made from the extra cloth of Grandpa’s coat and that now squashed my arms and shoulders as I counted the dust clouds to distract me from the squeeze because Mama wouldn’t let go of my hand. One of the village women, Raquel, swallowed her tears and tried to hum, Far beyond the sun, far beyond the sun, I have a house, far beyond the sun. I was about to sing of which lost souls among the poverty my Jesus Christ was compassionate . . . , but Grandma’s glare cut off Raquel, who then stood frozen stuck among the people who passed and left her behind. When we reached her, I saw that Raquel’s eyelashes were silvery from so much crying and she stayed unmoving, watching us keep on walking, and maybe she too started counting the dust clouds. My grandparents’ house was at one end of town, at the top of the main street, a straight line from the family’s land to Grandpa’s grave right in the middle of the other graves. The people started wandering off and I saw how coats came off, how veils revealed faces, how ties were loosened and dusty high heels were kicked off, replaced by bare feet as soon as they found a bit of shade. Few people made it to the front door, a couple of uncles who lived nearby, Grandma’s cousin who stayed with her until Papa, and Mama and I, reached the front gate. Grandma’s cousin kissed Mama on the cheek, she hugged Papa and insisted that he watch over Mama, making sure she slept that night, and she advised some shots of rum to lessen the pain. Papa helped Mama with the little strength he had and they vanished behind the house walls. Grandma would dress in black, she would dress in black, thirty years younger than Grandpa. Grandma would, she would be dressed in black, thirty years younger than Grandpa, not crying. Grandma would dress in black, thirty years younger than Grandpa, without crying, with eyes swollen in anger, listening to her cousin who was almost whispering. Grandma, who I suddenly noticed was young, hugged her cousin. Her cousin smiled, kissed her on the cheek, and left. Neither of them saw me. Neither noticed that I am here. Grandma goes inside the house and a few minutes later comes out with a small ax in her hand, not dressed in black mourning, her white sleeves rolled up. She goes over to the cactus. The cactus is huge, full of thorns, bursting with little red fruits Grandpa never let us eat. The cactus with its extended arms, with its closed yellow flowers. The cactus that rises early to the top of the two-story house. The cactus that Grandpa planted at the front of the house that he would continue to watch after dying, from the grave. Grandma takes a deep breath, lifts the ax. I see her open her eyes, watch them glow red, really red, almost the color of the cactus fruit. Grandma, thirty years younger than Grandpa, slashes the cactus flesh. She doesn’t see me, doesn’t hear my altered breath, and I disappear behind the images that she invokes after each strike, with each piece of rage falling off her body. Raquel, Beatriz, Dora, Carmen, Mona, Tula, Jimena, Nidia, María de los Ángeles, the women of the village who appear as ghosts after each strike, and with each assault the images of Grandma’s suffering appears, of Grandma attacked in bed. I see Grandpa’s enormous wrinkled fist smacking her, I see the saliva spraying from his mouth as he screamed dumb, stupid, absolutely useless, Altagracia, Sabina, Lucrecia, Angustias, Lorena, Gertrudis, Macarena, Andrea, nameless women who I don’t know, women who have the names of villages San Andrés, San Juan de las Cañas, Santa Eulalia, San Jerónimo, Las Platas, and the blood, Grandma’s blood dribbling out of her mouth, her tears, her screams smothered, Grandpa’s boots bruising her flesh, leaving a metal tip in her ribs. It falls, the cactus falls, its red fruits cover the courtyard stones, its yellow flowers, still closed, fall, never to ever blossom, the flesh of the cactus bleeds, my grandma slashes and cuts, covered in thorns, and Papa watches this from the window. He smiles and Mama cries, but I know that she still sees the women, she sees the hands, the boots, the mouth, the fists, and hears the screams of Grandpa thirty years older than Grandma.

Now the sun no longer scorches the main street where the villagers who accompanied Grandma toast and celebrate in silence. I go to my grandma and help her pull up the roots.

Volvimos bajo el sol de siempre, ese que clavaba agujas pequeñísimas en todo mi cuerpo desde temprano por la mañana hasta segundos antes de desaparecer detrás de la casa de la abuela. Veníamos en silencio, al final del grupo, mamá me llevaba de la mano y yo sentía cómo sus lágrimas rodaban de sus cachetes hacia su cuello y luego recorrían sus brazos, hasta llegar a su mano. Cuando el río de lágrimas tocaba mi piel, mamá me apretaba más fuerte, casi al punto de dolor, de chasquido y sentía cómo sus suspiros querían escaparse todos al mismo tiempo y llevarla junto al abuelo que minutos antes habíamos dejado en el panteón, metido en una caja de pino claro, con el traje oscuro de lana y la corbata amarilla que papá le regaló para un cumpleaños y que nunca usó. Todos íbamos en silencio y yo contaba las nubes de polvo rubio que se levantaban al paso de la pequeña caravana que volvía al pueblo encabezada por mi abuela, vestida de negro hasta los puños, hasta los tobillos, hasta arribita del cuello. A mí me picaba el cuerpo más que de costumbre porque mamá me había puesto el saco negro de lana oscura que me habían hecho con lo que sobró del del abuelo y que ya me quedaba apretado de los hombros y los brazos. Yo contaba las nubes de polvo para distraerme del picor porque mamá no me soltaba la mano. Raquel, una de las mujeres del pueblo, tragaba lágrimas e intentó tararear más allá del sol, más allá del sol, yo tengo un hogar, más allá del sol; estuve a punto de cantar lo de cual alma perdida entre las pobrezas de mí Jesucristo tuvo compasión, pero la abuela fulminó con la mirada a Raquel que entonces se quedó fría, fija en medio de la gente que siguió caminando y la dejó atrás. Cuando pasamos junto a ella vi que Raquel tenía las pestañas plateadas de tanta lágrima y se quedó ahí, viendo cómo todos seguíamos y quizá también contaba las nubes de polvo.

La casa de los abuelos estaba al final del pueblo, al tope de la calle principal, justo en línea recta al panteón, justo en línea recta al terreno de la familia, a la tumba del abuelo que se situaba en medio de todas las tumbas. La gente se fue separando y vi cómo los sacos desaparecían, cómo los velos descubrían las cabezas, cómo las corbatas se aflojaban y los zapatos de tacón polvorosos daban paso a pies desnudos en cuanto encontraban un poco de sombra. Pocos llegaron hasta la entrada de la casa, un par de tíos que vivían cerca, la prima de mi abuela que se quedó con ella hasta que papá, y luego, mamá y yo llegamos a la reja de entrada. La abuela prima le dio un beso en la mejilla a mamá, abrazó a papá y le encargó que la cuidara, que procurara que mamá durmiera esa noche y aconsejó unos tragos de ron para disipar el dolor. Papá cargó a mamá contra la poca voluntad y fuerza que le quedaba y se perdieron tras los muros de la casa. La abuela seria, vestida de negro. La abuela seria, vestida de negro, treinta años más joven que el abuelo. La abuela seria, vestida de negro, treinta años más joven que el abuelo, sin lágrimas. La abuela seria, vestida de negro, treinta años más joven que el abuelo, sin lágrimas, con los ojos hinchados de rabia. La abuela seria, vestida de negro, treinta años más joven que el abuelo, sin lágrimas, con los ojos hinchados de rabia, escuchando a la prima abuela que le habla quedito. La abuela, que de pronto descubro tan joven, abraza a su prima. La prima sonríe, la besa en la mejilla y se va. Ninguna de las dos me ve. Ninguna nota que estoy ahí. La abuela entra a la casa y un momento después vuelve, hachuela en mano, sin la blusa de luto, con las mangas blancas arremangadas y se para frente al nopal. El nopal enorme, lleno de espinas, con sus frutitas rojas que el abuelo no dejaba que nadie tocara. El nopal con sus pencas tumultuosas, con sus flores amarillas cerradas. El nopal que casi alcanzaba el techo de la casa de dos pisos. El nopal que el abuelo sembró frente a la entrada de la casa para seguir contemplándolo después de la muerte, desde la tumba. La abuela eleva la hachuela, inhala. Veo sus ojos abrirse, volverse rojos, aún más rojos, casi del color de los frutos del nopal. La abuela, treinta años más joven que el abuelo, corta la carne del nopal. No me ve, no escucha mi respiración que se acelera y yo desaparezco tras las imágenes que ella invoca con cada corte, con cada pedazo de rabia que se le desprende del cuerpo. Raquel, Beatriz, Dora, Carmen, Mona, Tula, Jimena, Nidia, María de los Ángeles, las mujeres del pueblo aparecen como fantasmas con cada corte y con cada corte aparecen también las imágenes de la abuela golpeada, de la abuela forzada en la cama, veo la mano enorme y vieja del abuelo que la abofetea, veo la saliva que salía de su boca cuando le gritaba, escucho su voz decirle tonta, estúpida, inútil, Altagracia, Sabina, Lucrecia, Angustias, Lorena, Gertrudis, Macarena, Andrea, mujeres anónimas que no conozco, mujeres que llevan nombres de pueblos, San Andrés, San Juan de las Cañas, Santa Eulalia, San Jerónimo, Las platas, y la sangre, la sangre de la abuela que corre por su boca, sus lágrimas, su gritos ahogados, las botas del abuelo que le marcan la carne, que dejan la punta de metal en las costillas. Cae, cae el nopal, sus frutas rojas llenan el piso del patio, sus flores amarillas, cerradas, caen para no abrirse nunca, la carne del nopal sangra, mi abuela corta, corta, se espina y papá mira desde la ventana. Papá sonríe y mamá llora, pero sé que también ve a las mujeres y ve las manos y las botas y la boca y los puños y escucha los gritos del abuelo treinta años más viejo que la abuela.

El sol ya no pica y a lo largo de la avenida principal el pueblo que antes acompañaba a la abuela brinda y celebra en silencio y yo me acerco a la abuela y la ayudo a arrancar las raíces.

No volverá el nopal, ni sus frutas color sangre, ni las flores, ni las espinas. Tampoco el abuelo.